28 de marzo de 2013

El Club de los Dragones


Todos tenemos una determinada idea de nosotros mismos, tal vez apenas esbozada, confusa, pero al final nos vemos llevados a una determinada idea de nosotros mismos, y a menudo hacemos coincidir esa idea con un determinado personaje imaginario en el que nos reconocemos. Por ejemplo el de alguien que quiere regresar a casa pero ya no sabe encontrar el camino. O el de otro que ve las cosas siempre un instante antes que los demás. Cosas así. Es todo lo que logramos intuir de nosotros. No es algo idiota, simplemente impreciso. Pero no somos personajes, somos historias. Nos quedamos parados en la idea de ser un personaje empeñado en quién sabe qué aventura, pero lo que tendríamos que entender es que nosotros somos toda la historia, no sólo ese personaje. Somos el bosque por donde camina, el malo que lo incordia, el barullo que hay alrededor, toda la gente que pasa, el color de las cosas, los ruidos. Todos somos una página de un libro, pero de un libro que nadie ha escrito nunca y que en vano buscamos en las estanterías de nuestra mente. Para escribirlo solo hay que mirarse. Durante mucho tiempo. Hasta ver en nosotros la historia que somos.

Alessandro Baricco, Mr. Gwyn


Estas últimas semanas en Buenos Aires son todo un desafío para mi agenda.  Los trámites se reproducen solos y la precisión temporal que marca mi reloj es un enemigo constante. Tengo que ser al mismo tiempo todos los personales que he ido construyendo en mi vida y tengo que desempeñarlos con alta eficacia: madre, profesional, ama de casa, esposa y amiga (y gestora de trámites!). Cerrar una casa, dejar un trabajo, cambiar el colegio y las terapias de Isabel, despedirnos (despedirnos…) de todos sus terapeutas, médicos y profesoras, de sus amiguitos y afectos, de los nuestros, hacer las últimas revisiones médicas, los últimos planes con mis amigas... Y cuidar de Isabel, ser la mamá que ella necesita. ¡Prohibido el stress!

Inevitable pensar en otras mamás como yo, pensar cómo se organizan en su día a día, cómo compaginan la vida mundana con la procesión interna. Cada vez que tengo una reunión de trabajo, una charla con alguien en la que parezco ser una mujer centrada en la discusión, con ideas, con coherencia, que se despide con una sonrisa, me pregunto si la otra persona podría llegar a imaginarse el abismo que albergo. En esos momentos no puedo dejar de pensar en otras mamás. ¿Cómo hacen ellas?

La Asociación Nacional de Tay Sachs (NTSAD) fue el primer contacto que tuve con otras familias afectadas. Escribí un mensaje destinado a no ser enviado en el que decía que mi hija había sido diagnosticada hacía unas semanas y que desde entonces había dejado de entender el mundo. Algo así. Obviamente que lo escribí como una especie de desahogo mientras curioseaba por la web, por el simple gusto de descargar mi ira sobre las teclas. Y obviamente que nunca iba a enviar ese mensaje a un destinatario abstracto (y americano, perdón pero pensaba entonces, somos muy distintos!). Así que no me explico cómo mi pulgar se desplazó hasta el botón de enviar mientras yo ponía cara de desentenderme y miraba de reojo. Total, nunca me contestarían, fin del desliz.

Al día siguiente encontré una respuesta. La directora del “Servicio a Familias” me contestaba con una sospechosa calidez que me hizo sentir vértigo. ¿Quién es esta que escoge las palabras de forma tan precisa que me dan ganas de volver a contestarle? Y sí, le contesté. Me ofreció ayuda, guía, su teléfono y hasta me pidió una foto de Isabel y detalles sobre nuestras vidas. Y me invitó a ser parte de un foro privado de Facebook donde sólo hay papás y mamás de niños afectados por Tay Sachs y otros demonios similares: Sandhoff, Canavan, GM1, Fabry, Gaucher, Niemann Pick, Pompe, leucodistrofias. Nuestro infierno particular. Me negué en rotundo, no creo que por falta de aceptación, sino más bien porque me resultaba demasiado yanqui eso de estar en un foro virtual hablando de las penas e intimidades de mi hija. Patético e innecesario.

Semanas después de eso los especialistas de Cambridge me aconsejaron tomar contacto con otras familias, incluso me dieron un nombre. Misma reacción, misma ignorancia. Seguí adelante sola. No, no estoy sola, me he dicho siempre, tengo médicos y especialistas para el cuidado de Isabel a nuestro alrededor. Tengo a mis padres que se desdoblan y nos alcanzan y viven esto por partida doble, como abuelos y como padres, que están incesantemente pendientes. Tengo a mis hermanas, mis tesoros particulares, mis apoyos incondicionales. Tengo a mis amigas, atentas, despistadas, preocupadas, ocupadas, fieles, desentendidas, pero las tengo, por ahí andan. Tengo ayudas, compañeros, afectos que te sorprenden y te decepcionan, que aparecen y desaparecen, pero que no me permiten afirmar que estoy sola. Y sin embargo la soledad te caza en algún momento. Se ceba con esta rareza, hace estragos en esta dimensión particular. La soledad de esta enfermedad absurda, odiosa, incomprensible, el día a día que nadie imagina. Esa isla desierta a la que Martín y yo nos imaginamos que nos lanzará este destino si nos descuidamos.

Poco después me tropecé en la web con un artículo de Emily Rapp. Emily Rapp es además de una mujer genial, una escritora estadounidense. Su hijo Ronan fue diagnosticado de Tay Sachs a los 9 meses de edad. No sé porqué le escribí. O sí sé: encontré en su artículo mis pensamientos. Cuando me contestó me encontré con una mujer que tenía las palabras exactas para referirse a las cosas y a los sentimientos y que me insistía en que la llamara por teléfono para hablar, fuese la hora que fuese, because we moms must be in touch. No la llamé, preferí continuar con los mensajes, pero acepté la siguiente invitación de la NTSAD para entrar en la comunidad virtual.

Nunca me ha gustado Facebook. Mucho menos la idea de un grupo de padres hablando de los padecimientos de sus hijos. La simple posibilidad de mezclar ambas cosas me pareció bizarra, de un modernismo absurdo y terriblemente ajena a mí. Mi única condición al entrar fue no ser presentada. Y así estuve durante meses, agazapada en mi pantalla,  leyendo la vida de otros en una tierra donde está permitido manifestar tu dolor, tu ira, tu impotencia y tus miedos de forma abrupta y desvergonzada. Al principio lloraba con las historias que leía y el tiempo entre mis visitas era dilatado, podían pasar semanas, me aterraba la idea de entrar y volver a encontrarme esas desgracias ajenas. Pero poco a poco empecé a leer entre líneas, a recalcular mis coordenadas, a reconocer que nada me era tan ajeno. Empecé a ver sabiduría donde antes solo veía corazones rotos. Empezaron a servirme los consejos que unos padres se daban a otros. Y un día me animé a presentarme. Me sentí obligada a esbozar una especie de explicación por mi escepticismo en ese foro y mi necesidad de soledad observadora. La respuesta fue abrumadora, nuevamente esa precisión en las palabras. Y hoy, aunque no sea un miembro de los más activos, puedo decir que me alegro de estar dentro de esa habitación de comprensión y compañía, nada más, pero suficiente. No hay patetismo, no hay sensiblería barata, no hay palabras estúpidas. No hay personajes ni protagonistas. Hay historias y hay niños.

Una de las virtudes de Emily Rapp es haber sabido definir a ese grupo. En uno de sus ensayos los define como Dragon Parents; Papás y Mamás dragones. Los dragones son medievales, inconvenientes, feroces, peligrosos, hechizantes. Así es esta enfermedad. Emily escribe:

“La paternidad tradicional supone de forma natural un futuro en el que los niños  sobreviven a los padres e idealmente tienen éxito en la vida, quizás con logros espectaculares. “El himno de batalla de la madre tigre” de Amy Chua es solo uno de tantos manuales para padres que tratan de guiar a sus hijos por ese camino. Propone la idea de que una educación estricta, grandes cuidados e inversiones harán de ellos personas felices, prósperas y exitosas.

Los padres de niños con enfermedades terminales son algo completamente distinto. Nuestros objetivos son simples y terribles: ayudar a nuestros hijos a vivir con las mínimas molestias y la máxima dignidad. Nosotros no lanzaremos a nuestros hijos en prometedores futuros; los veremos en tumbas demasiado tempranas. Nos prepararemos para perderlos y después, trataremos de sobrevivir a lo imposible. Esto requiere de una nueva ferocidad, una nueva forma de enfocarse, un nuevo animal. Somos padres dragón: feroces, leales y amantes hasta el extremo, y nuestra paternidad va en contra de toda la sabiduría tradicional.”

Un nuevo personaje que desempeñar en mi vida. Madre dragón. Odio admitirlo, odio serlo, pero pocas veces me sentí tan identificada con algo. Los papás dragón no tenemos preocupaciones de futuro, de desarrollo, ni de (obviamente) salud. Solo tenemos presente. Y en este presente se nos va la vida entera. Sólo nosotros podemos entender el sentido oscuro y puro de este estado vital. Los demás tratan de estar a tu lado, de comprender. A veces no pueden imaginar, en muchas ocasiones no quieren. Quizás sea solo cuestión de un pequeño esfuerzo creativo. Es incómodo incluso hacernos la simple pregunta de “¿cómo estás?” Ya he hecho el experimento de contestarla francamente. “Mal”, le solté malhumorada hace unos días a alguien, “me dieron el carnet de un club del que no pedí formar parte”. Creo que no me entendió.

Y sin embargo ya pertenezco y en cierto modo estoy agradecida de haber encontrado este grupo. Los papás dragón tienen mil formas de acompañarte. Te cuentan que nuestros hijos tienen la posibilidad de vivir en un mundo perfecto, lleno de amor, de hermanos que no pelean, de cosas ricas a todas horas (a pocos les importa la comida saludable en este club), de mimos  súper especiales y dedicados. Se sienten bendecidos por la posibilidad de haber tenido todos esos años junto a sus hijos, te machacan con la idea del carpe diem. Hoy está contigo, vívela, llénate de recuerdos, disfrútala, que no te dé tiempo a sentir tu dolor. Suena macabro, suena a excusas. Lo es ante ojos normales, no ante los nuestros.

Hace varias semanas descubrí que una familia de esta comunidad residía en Buenos Aires. Durante varios días le di vueltas a la posibilidad de encontrarnos. Traté de hacer un análisis minucioso de los pros y contras, pero mi falta de claridad era absoluta y mis ganas totalmente viscerales. Pensaba en la experiencia virtual con esas otras familias y me convencía de que no podía ser mala idea. Cuando nos pusimos en contacto me abrumó la calidez de nuestra corta charla telefónica. Nos encontramos en un café en las afueras de Buenos Aires una tarde de sábado. Romina tiene dos hijos preciosos, morenos, de ojos profundos y pestañas largas, ambos con Tay Sachs. Desde el primer momento conectamos. Durante la primera hora de charla nos interrumpíamos constantemente ante el relato de cada una con recurrentes “igual que yo – me pasó lo mismo – te entiendo perfectamente”. Cuando atardecía me invitó a su casa y pasamos la tarde tomando mate, no como si nos conociéramos hace tiempo, si no sabiendo que nuestras experiencias vitales tendrán un denominador que nos unirá siempre. “Sé que ya te vas a España y que quizás no nos veamos más - me dijo Romina al despedirnos - pero aquí tienes una compañera de vida”. De vida. Desde luego.

Más tarde conduciendo de regreso a casa me apabullaba la idea de nuestros personajes y nuestras historias. Isabel iba recostada en su sillita con la mirada absorta en las luces de la autopista, sin el más mínimo amago de pretender dormirse, como si pensara en las mismas cosas que yo, conectadas por ese cordón que nunca cortamos y que nos sintoniza de forma automática todo el tiempo. Pensaba en las vidas distintas que hemos llevado Romina y yo y en cómo este destino extraño nos ha cruzado en una frecuencia perfectamente simétrica. En cómo dos personas tan distintas pueden tener una historia tan parecida. Personajes e historias. Y cómo en definitiva no somos tan distintas y hoy entiendo el mecanismo que lo determina: alguien de otra cultura, del otro extremo del planeta, con otro estilo de vida, de ambiciones tan dispares, y sin embargo tan iguales, tan humanas, tan condenadas.

De eso se trata la vida, ¿no? De ser humanos, de superar nuestra historia, nuestra condena, reinventarnos a pesar de ella o gracias a ella. Porque todos estamos condenados de alguna forma, la vida es muerte, una no existe sin la otra, es la forma natural de las cosas. Todos estamos condenados, la alegría y el dolor existen por igual, en algún momento nuestro personaje fracasa, tiene que atravesar el desierto durante cuarenta días y volver a la vida para sostener su historia, para mejorarla, para mostrar su humanidad. Esta es la historia de todos, la que nos iguala en algún momento; el error sería no saber aceptarlo.  



2 comentarios:

  1. Bea,te leo siempre q escribes...
    Insisto...admirable
    Comentaria cn mas frecuencia d la q lo he hecho,pero las palabras,mis palabras no sirven para nada,no hay consuelo.
    M consta q t lee mucha mas gente d la q se pueda apreciar en los comentarios.
    A veces por no saber elegir las palabras adecuadas o incluso por miedo a escribir algo q pueda malentenderse por el.desconocimiento d tu historia nos frenan a acercarnos mas a ti...
    Te mando otro bso fuerte,muy fuerte
    valiente!

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  2. Hola Bea,
    Después de muchos años he sabido de ti de forma fortuita y he visto el blog de Isabel. Quiero decirte que estoy tremendamente impactado por lo que he conocido y me gustaría decirte que lo siento en el alma y de verdad. Cuando he visto el nombre de la enfermedad, a pesar de haber estudiado medicina, me he sentido totalmente ignorante de ella, y he buscado información. No puedo ni imaginar el dolor de los padres, de tu marido y el tuyo, pero he querido escribirte, a pesar de que a lo mejor no sería lo más sensato, para decirte que os acompaño desde lo más profundo de mi ser. Disfruta al máximo de Isabel, que seguro que lo haces, y ya sabes, nos acompañamos en esta vida, unos a los otros, en un espacio-tiempo siempre limitado, pero que hay que sacar el máximo provecho de esto tan maravilloso que es la vida. La vida con tu hija es preciosa, como Isabel misma. Dale un beso de mi parte aunque no me conozca. Espero que no tomes a mal que me haya tomado esta pequeña confianza de escribirte. Lo hago de todo corazón. Un beso
    Jesus

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